«Un día como hoy, me evoca muchas cosas, es complejo definir tanto que siento. Mencionaré, primero, la profunda nostalgia que me invade por la cruda violencia que azota a mi pueblo. Setenta y tres años desde el magnicidio de Gaitán y me corruga el corazón las historias de mis abuelos que han presenciado tantos años de violencia auspiciada por quienes, desde entonces y hasta hoy, siguen gobernando. Yo pensaba cuando era más niña, que ello solo era algo lejano, que no nos tocaba. Porque, cierto es que en las ciudades se vive una especie de burbuja, que en su momento, me hizo pensar que eso no era más que un horrible cuento del pasado, que ya no era tan grave como entonces. Creía, ingenuamente, que las instituciones hacían lo correcto y que el Estado debería protegernos. El deber ser que nunca llegó.
Ahora sé, por la cotidianidad, la prensa y las experiencias de conocer más allá de las ciudades, que la violencia nunca se fue, que la fuerza pública no nos protege y que las instituciones no son correctas. Que sigue siendo igual o quizás peor que ayer, tan triste, cruel y crudo como en los relatos de mis abuelos. También me enfurece, porque el establecimiento sigue tratando de vendernos la idea que no es tan grave, que donde ocurre es tan lejos y remoto que no importa. Que por ser campesinos, pobres, indígenas, no importa porque las cúpulas están en las ciudades. Nos han mostrado que, mientras no toquen las ciudades, “todo está bien” y si las tocan, será bien usado por ellos mismos, para infundir terror y legitimar su doctrina de seguridad democrática.
Me entristece y enfurece las violencias sistemáticas desplegadas por el establecimiento y por quienes se rehúsan a dejar el negocio de la guerra a costa del dolor, sufrimiento y sangre de muchos de colombianos. Es tan cruel, que en definitiva cumplieron la promesa de hacer trizas el acuerdo de paz. Hoy, volvemos en la historia a las épocas más sangrientas de nuestro país: asesinatos de liderazgos sociales y de excombatientes; persecución, estigmatización y judicialización de personas defensoras de los derechos humanos; feminicidios, despojo, desplazamiento y el silencio impuesto a sangre y fuego.
Es 9 de abril del 2021, han pasado setenta y tres años del magnicidio y ello no ha cambiado. Me duele el Cauca, el Chocó, la Guajira, el Putumayo, Antioquia, me duele Colombia, toda me duele. Aquella que lucha, que resiste, que pelea por su tierra y nos da la comida. Que cuida y limpia los ríos, protege los páramos y se enfrenta a las mineras. Esa Colombia me duele. Pero sé que el campesinado, la gente empobrecida, las comunidades de indígenas y negritudes, los defensores y defensoras del ambiente y los derechos humanos, que también son mis hermanos y hermanas, y quienes más padecen la violencia, sé que serán ellos y ellas quienes nos sigan orientando en el cambio que requiere esta Colombia que tanto duele.
Por eso hoy, aunque simples y cortas son para ustedes estas tristes palabras de digna rabia. Convoco con respeto la memoria de los millones de víctimas del conflicto armado que tiene nuestro país y cuyo número continúa en ascenso, esperando que la verraquera con la que hemos soportado tanto nos acompañe hasta que derroquemos la guerra, la misoginia y los opresores.»